miércoles, 26 de diciembre de 2012

El viaje

El romanticismo de un viaje en tren no se relaciona directamente con las personas. Tiene que ver con la estación del año, con el sol y hasta con la tardecita.
Es sumergirse en una ventana que trasluce verde y de vez en cuando, casitas y estaciones casi abandonadas. Una vez sentado en dirección al oeste, podés cerrar los ojos y soltar una sonrisa de costado. Porque sabés que allá, más adelante, el tren te regalará destellos de tierra y agua.
Yo no lo he visto, pero me han contado que a unas estaciones pasando la de Mercedes, sin quererlo nadie ni la propia ventana inmóvil, los panaderos invaden los vagones y flotan de un lado a otro desparramando polvo y pelusa. Yo no lo he visto y creo que me gustaría quedarme boquiabierta queriendo atrapar uno y saborear la semilla de su centro, como hace muchos años. Pero quedará para otro viaje.
En este paseo hubo parates, hubo cambios de asiento, ponerse cómodo otra vez. Hubo una conversación extensa y de temas libres, de palabras simples y cientos de anécdotas. Al tren no se va a dormir.
Algo especial fue correr al atardecer. Fue como ir detrás de la noche, rozándole los talones, tentándola a que se de vuelta y se frene un ratito.
Y el cielo pasó de celeste a naranja radiante, después a un rosa eléctrico y por último la estrella y la noche. Y con la noche los grillos y los renacuajos.
Arribé. Dejé el tren que siguió su recorrido. Pisé la calle empedrada, la última que queda en la ciudad. Miré hacia el anden y el tren ya no estaba.

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