Qué ordinario se volvió el instante cuando las energías se frenaban y te encontraba en los rincones de mi mente.
Ese instante de éxtasis que me regalaban los recuerdos, sin más que una postal de un Buenos Aires a nuestro antojo.
Cuando las noches se volvían elásticas huidas y nos reíamos de los relojes.
Así, cuando adorabas la luz de una ventana sobre la piel y nada más que eso nos enternecía las manos.
Me rebalsaban los huesos de tus ganas. Me temblaban las manos. Me reía nerviosa de tus embestidas.
Y alguna vez, todos nos volvemos ordinarios, impulsivos, como el instante que fue placer y ahora es sólo un momento.
Desparramamos sentimientos, los gritamos en la cara, los regalamos, los ofrecemos. Porque así somos a veces, altruistas.
Y al final, todo se desploma por su propio peso. El disfraz, el sombrero, las caretas.
Y aunque el tiempo no existe y lo nuestro es energía, existió una llama encarnecida que renació para morir en mi cuerpo.
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