miércoles, 16 de octubre de 2013

y a mí, qué con la esperanza

No creo que sea justo hablar de esperanza. Y más aún, afirmar y dejar caer sobre el hombro del otro la arbitrariedad de que sea el último lastre de la vida que se debe perder.
Al fin y al cabo, la esperanza son esas manos tibias que nos tapan los ojos y nos permite sonreírnos como si pudiésemos creer, al menos por un instante (a otros por más), que no existen injusticias en el mundo.
La esperanza, atractivo artilugio de los sistemas de creencias a lo largo de la historia, se convierte en un mecanismo circular y vicioso, en donde sedientos de respuestas obvias y soluciones instantáneas (como los sobrecitos de sopa) los hombres vamos dándole cuerda a la vida esperando -esperanzados- que en alguna de esas vueltas salga despedida como una flecha condescendiente la llave mágica que nos resuelva nuestros conflictos: amorosos, familiares o económicos.
Pienso que hay que desterrar las esperanza de nuestras vidas. Pienso que por ningún motivo hay que poner la otra mejilla. Pienso que no hay que sucumbir ante la automaticidad del positivismo esperanzado y dejar de llenarnos la frente de chichones por darnos la cabeza contra todas las paredes que nos dijeron que no.
No hablo de rendirse, hablo de buscarle un atajo a la milenaria procesión de aguardar lo que la vida nos tiene preparado y salir a buscarlo frenéticos y ávidos de mundo. Sacarnos las manos tibias conformistas de los ojos y mirar a nuestro alrededor, mirar todo, mirar hasta con los pies y la nuca.
Ver, preguntar, criticar. Remover la tierra, revolear ideas. No quedarse quietitos esperando que la esperanza nos regale un último pedacito de valentía.

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